Precisamente porque en la caricia convive lo animal y lo humano, nos recuerda que somos piel, que somos materia, pero también nos abre la puerta a momentos de trascendencia. Quizá por ello, decía Paul Valéry que lo más profundo que tenemos es la piel: el recuerdo de los mimos y arrullos de la madre, de los abrazos del padre, de los besos y caricias del ser amado, el tacto de la piel de nuestros hijos forma parte de las memorias más valiosas que nos acompañan. También la caricia que nos brinda la naturaleza: el tacto de la tierra, los pies sobre la hierba, la caricia del agua, el manto del cachorro, los pasos en la arena… Nos relajan, despiertan la paz interior y la alegría porque nos remiten a lo esencial.
Cuando es sincera y deseada, la caricia transforma. En el juego amoroso y en la lujuria desatada nos transporta al movimiento, al ardor, al entrelazamiento, al clímax y a la relajación dichosa. En la ternura, nos conmueve y emociona. En la amistad, nos une y nos hace cómplices. Incluso la paz y la buena voluntad se manifiestan en el encuentro de dos manos que se enlazan en el tacto de la caricia. También en el dolor y durante el duelo, el mimo y el abrazo del ser amado hacen soportable la pérdida porque apuntalan el alma herida. Las caricias abren además la puerta a la conciencia de nuestro cuerpo. ¿Conocemos los matices y el infinito espectro de sensaciones que puede despertar la caricia del ser amado? ¿Conocemos en detalle la piel de nuestra pareja, del ser querido o deseado con el que nos sumergimos en contacto íntimo? Más bien no. En general conocemos poco nuestro cuerpo, y aún menos el del ser amado. En él existe un universo que jamás acabaremos de explorar, porque el tiempo, además, aporta nuevas dimensiones y sensaciones que matizan y amplían continuamente la experiencia de reconocimiento del cuerpo de la persona amada.
Frente a la comunicación a distancia y a la sobresaturación de estímulos disponemos de caricias, tacto, contacto y ternura. Muestras de afecto en el cuerpo a cuerpo en lugar de tanto teléfono móvil, Internet, televisión… Quizá hoy, buena parte de los problemas de salud psicológica y física que estamos viviendo en una sociedad cada vez más estresada y bulímica son gritos desesperados de nuestros cuerpos, que, llevados por una inteligencia arcaica, esencial y profunda, reclaman ver satisfecha su necesidad de encuentro íntimo con el otro. Una intimidad que no es sólo o necesariamente encuentro sexual, sino, ante todo, necesidad de encuentro sincero, de amor. ¿Y si, en lugar de atiborrarnos diariamente de banalidades, historias ajenas o pasatiempos de escaso valor emocional e intelectual, nos sumergiéramos en los matices de la caricia? Sin duda, el mal humor, la depresión, la angustia e incluso la tristeza descenderían drásticamente. "Haz el amor y no la guerra", rezaba el eslogan pacifista, y no estaría de más retomarlo.
Porque acariciarnos estimula las endorfinas que nos hacen más soportable el dolor, amén de aportarnos una profunda sensación de bienestar. Si crecemos en ausencia de contactos afectuosos, nuestros cerebros tenderán a tolerar poco el estrés, la ansiedad y el dolor. Es el significado que acompaña a la caricia, el deseo de abrir la puerta al placer, lo que hace que el vello se erice, que el escalofrío surja y la emoción se despliegue.
Una caricia puede llegar a ser el único medio para expresar lo innombrable. Porque la caricia ya habla incluso antes de manifestarse. Está ya presente en su intención. Como lo expresó Mario Benedetti: "Como aventura y enigma / la caricia empieza antes / de convertirse en caricia". Luego, la invitación a la que llegamos es simple: podemos incluir en el espectro de nuestro lenguaje con nuestros afectos el gesto amable, conciliador y tierno de las caricias. Podemos elegir incluir en nuestro alfabeto comunicativo y en nuestra dieta emocional una saludable dosis de ternura a través de la piel. ¿Cómo realizarlo, cómo podemos comunicarnos mejor con los que amamos? La respuesta, tal cual, está en nuestras manos.
Álex Rovira Celma