miércoles, 10 de diciembre de 2008

¡Creo que puedo!


"Tanto si piensas que puedes como que no puedes, estás en lo cierto"
Henry Ford


Rocky Lyons, el hijo de Marty Lyons, defensa de los New York Jets, tenía cinco años el día que viajaba con su madre, Kelly, por una zona rural del estado de Alabama. Iba dormido en el asiento delantero de la camioneta, con los pies apoyados en el regazo de ella.
Su madre conducía cuidadosamente, descendiendo por el serpenteante camino, y giró para entrar en un estrecho puente. Al hacerlo, el coche topó con un desnivel, se salió del camino y la rueda delantera derecha se atascó en un bache. Temerosa de que el vehículo cayera por el terraplén, intentó volver al camino pisando con fuerza el acelerador mientras giraba el volante hacia la izquierda; pero, cuando el pie de Rocky se quedó atrapado entre la pierna de ella y el volante, perdió el control del vehículo.
La camioneta cayó dando tumbos por una pendiente de seis metros. Cuando llegó abajo, Rocky se despertó.
—¿Qué ha pasado, mamá? —preguntó—. Estamos boca abajo.
Kelly estaba cegada por la sangre. La palanca de cambios le había golpeado la cara, haciéndole un desgarrón desde el labio hasta la frente. Tenía las encías destrozadas, las mejillas llenas de rasguños y los hombros aplastados. Una fractura abierta de su hombro dañado la mantenía inmovilizada contra la puerta destrozada.
—Yo te sacaré, mamá —anunció Rocky, que milagrosamente había salido ileso. Se escurrió por debajo del cuerpo de su madre, salió por la ventanilla e intentó mover a Kelly, pero ella, que no sólo no se movía, sino que a ratos perdía el conocimiento, le pedía que la dejara dormir.
—No, mamá —le decía el niño—. No te puedes dormir.
Retorciéndose, volvió a entrar en el camión y se las arregló para sacar de él a su madre. Después le dijo que él subiría hasta el camino y detendría a algún coche que los auxiliara. Temerosa de que nadie pudiera ver al pequeño en la oscuridad, Kelly se negó a dejarlo ir solo, de modo que los dos treparon lentamente por el terraplén; con sus escasos veinte kilos, Rocky se las arregló para empujar los más de cuarenta y cinco de su madre. El dolor era tan intenso que Kelly no quería seguir, pero Rocky no le permitió detenerse.
Para darle ánimos, Rocky le decía que pensara en «aquel trenecito», el de un conocido cuento para niños que conseguía subir por una escarpada montaña. Le animaba repitiéndole su versión de la frase central del cuento: «Yo sé que puedes, yo sé que puedes».
Cuando finalmente llegaron a la carretera, Rocky pudo ver por primera vez el rostro de su madre, y estalló en lágrimas. Agitando los brazos y gritándole que se detuviera, consiguió llamar la atención de un camión.
—Lleve a mi madre al hospital —suplicó al conductor.
Se necesitaron horas y 344 puntos de sutura para reconstruir el rostro de Kelly. Hoy su aspecto es muy diferente, dice que antes tenía la nariz larga y recta, los labios delgados y los pómulos salientes, y que ahora tiene nariz de perro, las mejillas planas y los labios mucho más gruesos... pero tiene pocas cicatrices visibles y se ha recuperado de sus heridas.
El heroísmo de Rocky fue una auténtica noticia, pero el valeroso chiquillo insiste en que él no hizo nada extraordinario.
—No hice nada extraordinario —decía—. No hice más que lo que habría hecho cualquier otro.
Pero la versión de su madre es otra:
—Si no hubiera sido por Rocky, yo me habría desangrado.

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